La tumba de los libres
2023

Cumplí los 8 años, tres días después del golpe militar y mi cumpleaños se celebró exclusivamente con mis padres y hermanos. No hubo invitados, pero sí torta, globos y regalos. A esa edad mis preocupaciones eran las de un niño normal y poco o nada de conciencia tenía del mundo exterior, en el sentido de lo que le estaba pasando al país. “No se asomen a las ventanas” nos decían nuestros padres como una orden perentoria, recién ahí fui tomando conciencia que algo malo sucedía allá afuera en las calles y que el único lugar seguro era estar dentro de la casa. Durante muchos días no fuimos al colegio, para mis hermanos y yo esos días, eran como pequeñas vacaciones. Jugábamos a marchar, usando como tambores, unos viejos tarros de pintura, haciendo a la vez el típico saludo militar con la mano en nuestras gorras. Mi hermana jugaba con sus muñecas, inventando historias y jugando a servirles el té en su juego de “Tacitas Patricia”. Yo Jugaba con mis soldados de plástico a la guerra, inventando historias donde ellos eran los héroes que salvaban a la gente y finalmente se llevaban la gloria, mientras afuera, en las calles, los soldados de verdad, violentaban nuestra Patria y la Democracia. Ese septiembre de 1973, fue frío y lluvioso, como si el cielo llorara a todos los detenidos desaparecidos y los muertos que dejó el golpe y los que vendrían durante la Dictadura. Poco a poco mi hermano y yo fuimos tomando conciencia de las cosas que habían pasado en Chile, fundamentalmente por las medidas coercitivas que el régimen militar aplicó a todo nivel y que se hicieron sentir también en los colegios. Me cuenta mi hermano el vivo recuerdo que tiene de ver a los militares entrar a las salas de clases y juntar todos los libros de estudio de Ciencias Sociales, para luego arrancarles la última página donde aparecía la foto del derrocado y fallecido Presidente Salvador Allende. Todo esto sin ningún tacto con los niños y con una violencia psicológica inusitada. Militares armados en una sala de clase, una imagen Kafkiana por decir lo menos. Durante años fuimos obligados a marchar regularmente en el patio del colegio, supuestamente para prepararnos para cuando nos tocara el turno de hacerlo un día domingo frente a las autoridades militares de turno, tal cual lo hacían todos los colegios de la ciudad. La larga mano del poder militar se hacía sentir a todo nivel, así crecimos, así vivimos nuestros mejores años de infancia y juventud, siempre con miedo e incertidumbre. Jamás volví a jugar con soldados de plástico, jamás volvimos a jugar a marchar.   Esta obra se inserta en el género de la Fotografía Conceptual-Objetual. Se enfoca en los objetos y su posibilidad para cambiar la percepción de la vida cotidiana y a la vez como contenedores de una carga simbólica, social e identitaria importante. En sí mismos están cargados de significados que nos hablan de “presencias ausentes”. Los objetos nos hablan de su función primaria y de su uso cotidiano, pero también nos hablan de cómo construimos la memoria, ellos nos relatan una historia, una verdad resignificada. Esta obra habla de la inocencia interrumpida de una Patria mancillada y que es representada a través de una muñeca, arrasada por soldados que parecen de juguete, pero en esencia son esbirros del mal. La presencia de las bolsas de té representan la fragilidad del pueblo y el acto de reunir a la familia en una ceremonia única, como es la “Once chilena”, lo que en otras culturas sería la hora del té, pero a la chilena, con marraqueta de pan. Las bolsas de té, identifican a los individuos desaparecidos y ejecutados por la Dictadura y que jamás volverán a casa a abrazar a sus madres, a sus padres, a su familia. Jamás llegarán a casa a la hora del té, será un té amargo, mezclado con lágrimas de ausencia. Jamás volverán a casa los niños, las mujeres, los hombres de Chile, asesinados, borrados de la existencia por la Dictadura. La presencia de documentos de identidad alterados, parchados, borrados, manchados de sangre, dan cuenta del genocidio cometido contra el pueblo chileno y cómo la máquina de exterminio de Pinochet ni siquiera tuvo consideración con niños y mujeres embarazadas. 40.179 es el número de víctimas de la Dictadura chilena, un número que quizás sea aún mayor, pero no menor. Número que llevaremos marcados en nuestra frente los hijos de esta Patria, por los siglos de los siglos. 
Ni perdón, ni olvido.  
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