Embadurnar con arte
por Fabián Llanca
Periodista
Cultura - Diario Las Últimas Noticias-Chile

El dolor y la rabia son insumos recurrentes en el trabajo artístico de Rodrigo Torres. Fueron el combustible de “Memento mori”, seguramente su trabajo de mayor alcance expresivo y que le permitió complementar su acendrada faceta fotográfica con otros procedimientos y técnicas.
En cierta forma, la rabia y el dolor también quedan impresos en los lienzos de “Mantos profanos”, colección que se basa en el propio cuerpo del artista, embadurnado con pigmentos naturales, que se envuelve en textiles, ejecutando un desdoblamiento múltiple que también puede ser visto como un osado intento por aniquilar los efectos de la memoria.
Este ejercicio de impregnarse la piel y revolcarse en lienzos concluye con su fisonomía separada del cuerpo. También representa una metáfora de la carrera artística de Torres, que desde hace cuatro décadas emprende una búsqueda interpretando y traduciendo -con la mayor amplitud disponible- su punto de vista estético.
Tal objetivo ha implicado rigurosidad técnica y una alta dosis de riesgo, especialmente en el paso del lenguaje fotográfico hasta cruces con texturas, procedimientos vernáculos, reminiscencias autobiográficas y recuerdos que paulatinamente se tornan borrosos y se difuminan inexorablemente.
El influjo fotográfico es aún más acentuado en el caso de Torres. Raúl, su padre, formó a cientos de fotógrafos, periodistas y aficionados desde su impecable vitrina valdiviana.
La experimentación, los cruces y las mixturas hablan del impulso con que Rodrigo enfrentó la necesidad de hallar medios y recursos estéticos suficientes para satisfacer esa pulsión que en vez de atenuarse con los años, aumentó y se intensificó más allá de sus propios límites.
De aquí surge la necesidad de buscar alianzas y acceder a contextos poco habituales para su valdivianidad congénita. La Galería Quarentena es un ejemplo de esta estrategia que en plena pandemia embadurnó con arte a la distancia y facilitó el intercambio y la divulgación de obras de autores americanos, africanos y asiáticos, transformando la sala virtual en un escaparate que -visto desde la distancia que permite el tiempo transcurrido- fue un tanque de oxígeno para la actividad artística, aporreada por el aislamiento social.

Fabián Llanca
junio 2024.


                                                                                              ______________________________________________________________________


Debate y rebate sobre la persistencia de las imágenes 
Una reflexión a partir de la fotografía de R. Torres B.

por Dr. Rodrigo Browne Sartori
Instituto de Comunicación Social
Universidad Austral de Chile
Valdivia - Chile


Ahora, las imágenes están en todas partes. Atiborran y saturan los espacios dando lo mismo el carácter público, privado, virtual o presencial del que se proponen arrancar. Llegan, se instalan, ahogan el lugar de contenidos y luego se desparraman hasta las más álgidas interpretaciones sobre, incluso, lo que ellas mismas no(s) quisieron revelar.
 Así, imágenes han dado pie a conflictos bélicos, traslapes de indagaciones y especulaciones, despidos, desapariciones, divorcios, desvelos y funerales y a un sin número de información que -comprendida como imágenes- van des-entendiendo y desatendiendo lo que, precisamente, éstas debiesen captar y dejar como registro de perpetuación. Persistencia que hace o hizo de su presencia una lectura que ayuda a comprender nuestras inciertas vidas cotidianas.
Sin embargo, en tiempos actuales, el tema se da al revés. Frente al exceso perpetuo, descomunal e in-mediatizado de la producción de imágenes, éstas ensucian, enlodan y no dejan, debido a su redundancia mediática informacional, cumplir la concreta función por la cual -creemos- la imagen vino al mundo.
En el siglo pasado decíamos: “una imagen vale más que mil palabras” y no era verdad. También nos engatusábamos con “la imagen es nada, la sed es todo” y tampoco llevaba la razón. Ya en esa época de primeros abusos, la imagen pasaba por ese proceso de desavenencia, debido a una masiva preponderancia y a un exuberante protagonismo.
 Consecuencia de esta multi-presencia y multi-representación comienza su desactivación y da las primeras señales para una pérdida del “aura”, cayendo en el vacío aún más pobre -para nuestros tiempos- que la tradicional y analógica clasificación studiumpuctum que, como base para los estudios de la fotografía, propuso R. Barthes en La chambre claire. Note sur la photographie (1980).
La reina de la fiesta empezaba, producto entre otras cosas de las irrupciones neotecnológicas, a difuminarse por sus propios excesos, descontroles y exageraciones, como si la ultra-presencia y sobreexposición la llevaran a la peor de las degradaciones y a la más ignorada desaparición. La imagen, el centro histórico de la credibilidad y de la producción de credibilidades de Occidente, tropieza y comienza la caída. Del cine y la fotografía constructores de ficciones que alimentan imaginarios e instalan gallardas realidades, a máquinas dispositivas de postverdades, simulaciones y falsedades que terminan haciéndolas cómplices en la ya casi inevitable conexión entre algoritmos y emociones: “Los algoritmos que controlan las máquinas expendedoras funcionan mediante engranajes mecánicos y circuitos eléctricos. Los algoritmos que controlan a los humanos operan mediante sensaciones, emociones y pensamientos” (Harari, 2016, 101).
No hay que olvidar, como escribiría Víctor Silva Echeto (2016), que las imágenes son ambiguas y que siempre al mostrar: ocultan. La sentencia puede quedar muy a disposición cuando Dominique Wolton (2010) precisó que la comunicación no es, necesariamente, información y que, en muchas ocasiones, ésta última se presta, como víctima, para hacer que las historias se escapen de las realidades y que los hechos se deformen y reduzcan en imágenes vacuas, más informativas que comunicativas.
Este es el pleno diagnóstico de la función raquítica de la imagen en su proyección histórica y en su capacidad registradora actual. Una pobre imagen (França, 2023) sin contenido, consistencia y persistencia. La pérdida de la credibilidad la deshace entre sus propios encuadres, desarmonizando y desvirtuando sus fines y dejándole en el masivo rincón de lo visto pero sin ser visto (Jay, 2009).
En este espacio más comunicativo que informativo es donde se instala y surge la obra audiovisual de Rodrigo Torres Barriga (1965). Con cuarenta años de cámaras a cuesta ha logrado sobrevivir a esta “desilusión de la imagen” (Silva Echeto, 2016) y ha puesto en escena una amplia obra que se sacude de las tendencias de institucionalización contemporáneas y no se deja contaminar con las luces y mediaciones de excesos pirotécnicos.
“Bolsas de té para no olvidar el pasado”: “Se enfoca en los objetos y su posibilidad para cambiar la percepción de la vida cotidiana y a la vez como contenedores de una carga simbólica, social e identitaria importante” (La tumba de los libres” (2023). Bolsas de té como artefactos que demuestran la fragilidad del pueblo y como punto de reunión familiar para pasar los oscuros momentos de la dictadura militar (a la hora de la “once”).
Bailarina en un capullo a modo de prisión # TV como prisión mental “(que ofrecemos contenidos que damos por verdaderos por el solo hecho de que aparecen en ella)” “(Crisálida)” (2010).
Como resistente y disidente de novela o película distópica, Torres Barriga pareciera que toma las sugerencias de Didi-Huberman (2013): al enfrentarse a cada imagen, se pregunta cómo ella le mira, nos mira, cómo le piensa, nos piensa y cómo le afecta, nos afecta. 
Desde una periférica Valdivia y con redes que sintonizan con la lógica del “hacedor de fotos”, el trabajo de Torres Barriga sortea las estructuras predominantes que dictaminan -casi por imposición- el porvenir de la imagen y la registra, allegándose a miradas-otras como la inclusión de los invisibles -diría Roberto Morales- domesticadores de espacios urbanos en el foto/libro “Trashumante” (2014).
Como también, la musa fantasma que recorre desnuda la antigua Casa Prochelle tratando de encontrar portales de tiempo para volver a la vida en la trilogía “Piel y sombras” (2009-2010); o en la vagancia de vagones de trenes de la serie “Crónicas metálicas” (2005) que, como “embarcaciones fantasmales” (Bocaz, 2005) naufragan tierra adentro para quedar en un sin retorno “al garete”.
Entre 2007 y 2010 con “Casas con memoria” visibilizando antiguos “animales arquitectónicos” del sur de Chile que, en palabras de Edward Rojas, forman parte de un trabajo “paleontológico” destinado al registro de estos urbanos habitantes-habitáculos de lata y madera.
 Estas resistencias permiten que Torres Barriga pase desapercibido y no marche al ritmo de los códigos de las hiperindustrias culturales (Cuadra, 2008) del registro fotográfico y se escape de las lógicas excesivamente ocularcentristas (Jay, 2009) de Occidente. Para pensar siempre desde la vereda de en frente, desde la otra rivera, desde aquella mirada que recuerda a la hija inspiradora de la intimidad de “Mantos profanos” (2020). 
El proyecto “Memento Mori” (2011) que destruye la memoria [las imágenes] de la tradición y que, a su vez, las invita a ser revisitadas, desde esta otra perspectiva: estampadas en el cuerpo y cuestionando el valor de la memoria, como desilusión de la imagen, por medio de la fotografía: fugacidad de la vida; presencia de la muerte.
Siempre tendremos el momento para reflexionar o seguir reflexionando sobre estos tópicos. La provocación de los cuarenta años del trabajo de Torres Barriga nos lleva a pensar cuestiones como la que precisa Steyerl (2014) al referirse a los “condenados de la pantalla”, aduciendo, bajo este concepto, la posible idea de que gran parte de las imágenes producidas en estos nuevos tiempos de saturación, terminen siendo imágenes-basura/imágenes-spam: “Imaginen una reconstrucción de la humanidad hecha a partir de esta basura digital. Probablemente se parezca a una imagen-spam” (Steyerl, 2014, 168). Inspirada en Hito Steyerl y desde América Latina también lo sostiene Andrea França (2023) al precisar que este tipo de imágenes pobres y tóxicas se aglomeran, invaden y sobreponen, fantasmagóricamente, al multiplicarse dislocadas, apropiándose del infinito entre presencia y ausencia.
Tal vez, por la inspiración que desde pequeño quedó marcada en su proyección como artista audiovisual, desde el legado fotográfico del vapor “Collico”, registrado por su padre, en 1981, Torres Barriga no claudica frente a la inflación de las pobres y tóxicas imágenes, y seguirá persistiendo para no hacer de esta forma de narrar la vida un mero instrumento que lleve nuestras intimidades a una expuesta “intimidad pública” (Sarlo, 2018): “[…] imágenes que se pondrán amarillas más allá de nuestra muerte y que finalmente nadie recordará…” (Torres Barriga, Mantos profanos, 2020)

Rodrigo Browne Sartori
Camden, primavera 2024.
(junio 2024)
  

                                                                                                                                    _____________________________________________________




EL Nigromante Valdiviano

por  Mariano Aparicio
Fotógrafo
Guadalajara, México. mayo  de 2024.

Los campos de Rodrigo Torres Barriga son pródigos, en ellos florece la realidad de un pasado tangible, atrapado por el extraño sortilegio del presente, como los envejecidos buques, alguna vez recios como colosos, y ahora aferrados a sobrevivir entre sus propios despojos de hierro avejentado y óxido, condenados a recordar sus crónicas metálicas, como un insistente Deja vu, proyectado contra esas nubes, que se moldean caprichosas sobre el cielo perpetuo, el mismo cielo que contempla las fachadas coloridas, los grises adoquines de las calles y las láminas acanaladas de Latas, madera y olvido. Ya sea en el largo camino a casa, o bajo la noche infinita, siempre repleta de figuras espectrales, Torres asume el papel de ilusionista, y transforma su característico sombrero de mago, en una cámara fotográfica, extrayendo de su interior, a lo largo de cuarenta años, conejos y palomas, convirtiéndolos en un enjambre humano, rico en trashumantes, invasores de paisajes, visitantes abstractos y las formas silenciosas del memento mori.   Rodrigo Torres se ha convertido a sí mismo en un nigromante valdiviano, artífice de una cábala fantástica, en un realizador visual multidisciplinario, creador de originales imágenes propias, forjadas a golpe de luz y sombra.   Con él, comparto la misma generación, y aunque nos separa la distancia geográfica, nos une una profesión común, comprometida a perpetuar el tiempo y la memoria a través de la imagen y la palabra, sin embargo, Rodrigo va más allá. Enfrentando los vientos contrarios de la pandemia, lanzó su galeón a otros mares, rumbo a tierras lejanas, con la intención de descubrir nuevos frutos. Siempre inconforme con el color que le rodea, creó Galería Quarentena, el invernadero idílico en el que, se ha mostrado compartido y generoso, convidando surcos fértiles, para cultivar semillas ajenas. Ha permitido, de una forma desinteresada y altruista, que creadores de diversas latitudes, expongan sus proyectos, todo ello dentro de un ambiente rico en retroalimentación. En lo personal, me congratulo de formar parte de ese grupo de nuevos amigos en lejanía, a quienes Torres a promovido de forma desprendida. Motivo por el cual, quiero externarle mi gratitud por la oportunidad brindada. Enhorabuena, querido amigo, por estas primeras cuatro décadas de incansable cosecha de éxitos. Recibe, desde México, el mayor de mis abrazos. 

Mariano Aparicio
mayo 2024.



                                                                                                                     _________________________________________________________



Un Ojo al Sur

por Álvaro Sánchez
Artista visual
Escritor y Curador
Ciudad de Guatemala, mayo de 2024.

Desde que tengo memoria el registro de las imágenes ya sea en un lienzo o en una fotografía han impactado mi vida de muchas formas. A tal punto que esas imágenes que he grabado en mi cabeza han constituido todo en lo que me he convertido al día de hoy. Una especie de cóctel extraño y variopinto de diferentes estampas. Es lo que me hace cavilar en que vivir en esta latitud alucinante del mundo (54.5260° N, 105.2551° W). Es una especie de paraíso disparatado para alguien que ha decidido hacer de la fotografía un oficio. Esto va más allá del típico paisaje para publicarlo en Instagram y mostrar que alguien la esta pasando mejor que tu. Un horizonte hermoso se encuentra en cualquier parte del globo terráqueo. Pero creo que Latinoamérica ofrece algo más que eso. Es solo que uno tiene que escarbar un poco más para encontrar ese maravilloso tesoro hecho de imágenes. Cuarenta años de buscar ese tesoro cada vez que se dispara una fotografía no es poca cosa. Joder, son solo 8 años menos de lo que yo mismo tengo de vida. Por eso medito en lo que esos años le han obsequiado a mi querido Rodrigo Torres Barriga cada vez que observa algo a través del lente antes de hacer el disparo preciso para capturar el momento que acontece frente a sus ojos. Soy de los que sigue creyendo en la nobleza del arte de la fotografía. Sobre todo, en un momento tan extraño de la humanidad en donde parece que el tomar una foto y que salga bien es algo que se da ya por sentado. Un buen teléfono con una buena cámara, un filtro por aquí otro por allá y a esperar que la fotografía derroche likes y elogios. Pero tampoco es mi intención sonar a viejo amargado que no entiende que el mundo sigue y seguirá su propio rumbo y que poco importa lo que yo pueda pensar. Pero por otro lado reafirmo el valor de una buena fotografía al ver el trabajo de Rodrigo y esa insistencia heroica de seguir con un ojo en el lente, capturando instantes que en segundos se vuelven una memoria más en la bitácora personal de Rodrigo. Afortunadamente quedan ahí registradas en su obra. Para el resto de nosotros los mortales que no hemos tenido el privilegio de atestiguar ese milagro in situ, cuando Rodrigo congela el tiempo en una imagen. Ojalá este breve instante de existencia que llamamos vida durara mas o fuera para siempre. Pienso en lo que la cámara de Rodrigo seguiría registrando con el tiempo. Pero supongo que también ahí radica la belleza de esto. Son las imágenes las que sobreviven y las que seguirán contando las historias que tengan que relatar, aunque nosotros ya no estemos. Que estos 40 años de carrera también sean homenaje a todos esos creadores que nos han deleitado la vida mostrándonos muchas veces cuan diminuta puede ser nuestra burbuja de existencia. Poniendo frente a nosotros otros mundos delirantes como los de Graciela Iturbide y Francesca Woodman o hasta la belleza del horror como lo hizo Enrique Metinidis. Nunca he viajado a América del Sur, la vida aún no me ha dado ese lujo. Pero agradezco a Rodrigo Torres Barriga por darme esa oportunidad de hacerlo a través de su obra, a darle un vistazo a ese vasto y hermoso territorio. Y por recordarme que mi mundo aún sigue siendo diminuto y que la vida no me va alcanzar para verlo todo. Aún con eso, mis ojos seguirán viendo siempre al sur.

Álvaro Sánchez
(mayo 2024)


Buscar